supuestas negociaciones con el gobierno
de turno arreciaban sus ataques contra las
fuerzas del Estado y la población
civil, en el campo y en las más pequeñas
e indefensas poblaciones, hasta alcanzar
unos niveles de atrocidad tan altos que
no dejaban al gobierno opción distinta
de la cancelación de los diálogos.
Después de esto, todos los frentes
guerrilleros se dedicaban a enseñarle
al país a qué se habían
dedicado durante el periodo de conversaciones:
a armarse y tomar las posiciones cedidas
por el Estado.
En este aspecto, el proceso de paz promovido
por el gobierno de Andrés Pastrana
fue, sin duda, el más favorable para
la estrategia histórica de las FARC.
Como respuesta a la increíble generosidad
de esa administración, al cederles
más de 42.000 kilómetros cuadrados
del territorio nacional, los guerrilleros
se dedicaron durante más de tres
años a imponer por la fuerza en esa
vasta región sus particulares conceptos
de Estado y Sociedad, basados en la negación
del Estado democrático, en el desplazamiento
de sus representantes y en la detención
y la desaparición de los opositores.
En ningún momento dejaron de cometer
delitos como el secuestro, la extorsión
y el narcotráfico. Y todo lo anterior
bajo la mirada borrosa del gobierno y la
comunidad internacional.
Jamás un grupo subversivo tuvo a
su favor tantas condiciones para su crecimiento
y expansión. Como resultado del enorme
poder económico acumulado durante
tantos años de actividades delictivas,
y del consiguiente poder militar adquirido,
hoy las FARC están recorriendo un
camino que nunca debieron escoger: el de
aterrorizar y exterminar a la población
civil.
Se han convertido en un grupo terrorista
más inescrupuloso y sanguinario que
todos los perseguidos en la mayoría
de los países del mundo. Siguen empeñados
en alcanzar el poder a toda costa, para
gobernar a los pocos o muchos colombianos
que sobrevivan a sus ataques, como pretendió
hacerlo el Khmer Rojo de Pol Pot en Camboya,
durante la segunda mitad de los años
setenta. Así lo han notificado los
jóvenes guerrilleros a varios de
los secuestrados liberados recientemente,
a quienes vigilaban durante su cautiverio,
como respuesta a los cuestionamientos que
estos se atrevieron a hacerles acerca de
los actos terroristas cometidos por su organización.
Ambos movimientos tienen en común
la pérdida de toda ideología
política, que en el caso de las FARC
fue sustituida por lucrativos negocios ilícitos
que las corrompieron para siempre.
Una de las lecciones que debemos aprender
de la realidad actual que vive nuestro país
es que un gobierno no puede negociar en
inferioridad o igualdad de condiciones con
quienes se han puesto al margen de la ley.
Y menos aun con quienes siempre han mentido
y engañado en procesos similares.
Los colombianos debemos unirnos para prevenir,
resistir y rechazar los ataques terroristas
de las FARC, y apoyar al gobierno y a las
fuerzas armadas en el contraataque.
Ya no es hora de pedirles a los terroristas
que no nos ataquen más. Es el momento
de exigirle al Estado y apoyarlo para que
empiece a acabar con ellos.
Ésta es la única opción
que nos dejaron.
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