Estados Unidos y otros países capitalistas,
llevados más por sentimientos antiestadounidenses
y latinoamericanistas que por un sereno
análisis de cada caso. Y eso es muy
poco pragmático.
En los últimos días se han
elevado, sin mucha fuerza, las voces de
protesta de algunos colombianos opositores
al gobierno, columnistas y académicos
contra la decisión del presidente
Uribe de apoyar el ataque militar contra
Irak por parte de la coalición liderada
por Estados Unidos.
Entre los argumentos leídos y escuchados
se cuentan la ilegalidad del ataque de la
coalición al no haber sido
autorizado por el Consejo de Seguridad de
Naciones Unidas, los derechos del
empobrecido pueblo iraquí, el abandono
de la neutralidad y la multilateralidad
tradicionales en la política exterior
colombiana y la inconveniencia de apartarse
de las tendencias mayoritarias de los países
latinoamericanos.
Es claro que nadie en sus cabales podría
desear un conflicto armado en su propio
país o en otro, pero no se puede
seguir cayendo en el torpe pacifismo de
aquellos que creen que es posible resolver
todos los conflictos mediante el diálogo,
cuando, por definición, para un diálogo
se requiere la disposición y la participación
de dos.
La ONU se ha convertido en un organismo
burocrático y paquidérmico,
y por lo tanto ineficiente e inocuo. De
esto nos hemos dado cuenta los colombianos
durante los últimos seis meses, al
no haber contado con su colaboración
para buscar soluciones al conflicto interno
y con un decisivo apoyo en la lucha contra
el terrorismo de los grupos subversivos.
Es fácil imaginar que hubieran podido
pasar meses o años antes de que Naciones
Unidas accediera a desarmar por la fuerza
al régimen iraquí, que durante
los últimos doce años se rehusó
a acatar numerosas resoluciones en tal sentido.
El iraquí es un régimen corrupto
y sanguinario, liderado por Saddam Hussein,
un tirano que ha mantenido a su pueblo en
la pobreza y el analfabetismo mientras construía
palacios para él y su familia, y
acumulaba un enorme arsenal constituido
por armas convencionales y de destrucción
masiva que ha esgrimido en muchas ocasiones,
hasta llegar al punto de invadir a un país
vecino para saciar sus ansias expansionistas.
Un dictador que no dudó en utilizar
armas químicas contra mujeres y niños
iraquíes para aplastar los deseos
de autonomía de una de las múltiples
etnias que componen la población,
y ha manipulado la ignorancia y los arraigados
sentimientos religiosos de su pueblo para
perpetuarse en el poder.
Frente a ese panorama es prácticamente
inmoral apelar a los principios de la libre
autodeterminación de los pueblos
para oponerse al uso de la fuerza.
En un mundo globalizado es cada vez más
difícil mantenerse al margen de las
grandes decisiones y adoptar una posición
neutral frente a los conflictos internacionales.
La historia ha demostrado que existen pocas
cosas más falsas que la neutralidad
en tiempos de guerra. Dos claros ejemplos
fueron España y Suiza durante la
Segunda Guerra Mundial: la España
franquista se declaró neutral, al
mismo tiempo que dio albergue y permitió
el libre tránsito a cientos de miembros
de los organismos de inteligencia alemanes,
en clara y vergonzosa retribución
del apoyo militar que los nazis le brindaron
a Franco durante la guerra civil. Y Suiza,
tradicionalmente neutral, facilitó
su sistema financiero para acoger y blanquear
los tesoros saqueados por los invasores
alemanes a lo largo y ancho de Europa.
El apego a las tradiciones no es siempre
lo más conveniente; hay unas que
son insostenibles e impracticables en tiempos
modernos. Colombia no podía quedarse
callada en este caso mientras adelantaba
una agresiva campaña diplomática
para conseguir apoyo en el combate al terrorismo.
No podía alinearse conceptualmente
con Alemania y Francia, países en
que ha sido tan exitosa la diplomacia de
los grupos subversivos colombianos, y de
los cuales no hemos visto actitudes ni hechos
concretos que apoyen nuestra lucha contra
el terrorismo guerrillero.
Tampoco podíamos quedarnos en la
misma orilla con países como Venezuela,
Brasil y Ecuador, que siguen permitiendo
el libre desplazamiento de los guerrilleros
por sus territorios para escapar de la persecución
de las autoridades colombianas.
Si Colombia pretende acabar con el terrorismo
en su propio territorio, debe respaldar
todos los esfuerzos por atacarlo en cualquier
lugar del mundo. Si quiere contar con un
apoyo efectivo en su lucha, debe ponerse
del lado de quienes han demostrado estar
del suyo. Y son precisamente Estados Unidos,
el Reino Unido y España los países
que mayor compromiso han demostrado con
la causa colombiana.
En este sentido, el gobierno de Álvaro
Uribe tomó la decisión más
sana, coherente y llena de sentido común,
pensando en los intereses colombianos. Pero
es difícil esperar que todos los
colombianos estén de acuerdo, porque
infortunadamente en este país el
sentido común sigue siendo el menos
común de los sentidos.
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