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Principal > Columnas > Inventario > Semana del 11 al 17 de noviembre de 2002

La justicia en el túnel.

Por: Jaime Eduardo Prieto Osorio.


Santander (pintura)/Gilberto Rodríguez/ Carlos A. Marulanda

Para tratar de describir la situación actual de la justicia en Colombia, en las últimas semanas varios medios de comunicación utilizaron en sus titulares o en los contenidos de sus informes una socorrida frase de cajón: "La justicia en el ojo del huracán".

Esta descripción se quedó corta, porque los últimos acontecimientos relacionados con la administración de justicia en nuestro país nos llevan a la conclusión de que la justicia colombiana está aun peor: desde hace años se mueve sin ritmo y sin rumbo por un largo, oscuro y laberíntico túnel.

La administración de la justicia en una sociedad se basa

en la calidad, la equidad y la actualidad de sus normas, pero también en la interpretación y la aplicación adecuadas de las mismas.

Tanto en un aspecto como en el otro la justicia colombiana está mucho más coja que la de cualquier país medianamente organizado. A lo largo de nuestra historia los legisladores han distorsionado con mucha frecuencia el pensamiento de Francisco de Paula Santander, "El Hombre de las Leyes", héroe de la independencia, quien dejó para la posteridad una máxima que ha marcado nuestra vida republicana: "Colombianos: las armas os dieron la independencia, las leyes os darán la libertad".

Colombia es un país de leyes, pero más por su abundancia que por su operancia. Tanto la Constitución Nacional —en las diferentes versiones que ha tenido a lo largo de dos siglos—, como las leyes que debían desarrollarla, han sido siempre documentos excesivamente extensos, en los cuales se ha pretendido abarcar toda la casuística posible, pero que en muchos casos han sido concebidas sin consultar las realidades y necesidades nacionales.

Debido a un absurdo esnobismo intelectual y legal, los legisladores colombianos han diseñado y dictado normas más propias de sociedades tan avanzadas como las escandinavas que de nuestra pobre y atrasada sociedad. Un comentario que sale a flote con frecuencia, cuando de la justicia colombiana se trata, es aquel que dice que "parece diseñada para Dinamarca por congresistas que viven en Cundinamarca".

En asuntos legales tan delicados para nuestra violenta y anárquica sociedad como son los códigos penales, se ha legislado sin asumir la necesaria responsabilidad sobre el futuro de la nación, y se han vendido los intereses superiores de la inmensa mayoría de los colombianos a los intereses particulares de peligrosos delincuentes organizados en mafias de narcotraficantes y corruptos, o a los intereses de agrupaciones supuestamente político-militares como las guerrillas.

Es por esto que se dan casos aberrantes como el de un reconocido, señalado, juzgado, confeso y condenado narcotraficante —no supuesto, como dicen los medios de comunicación—, Gilberto Rodríguez Orejuela, fundador y jefe de una de las más dañinas organizaciones criminales que recuerde la historia moderna en Colombia, quien ha quedado libre después de pasar poco más de siete años en las cárceles colombianas, pagando en cómodas celdas la deuda que él mismo contrajo con la sociedad, al traficar, corromper, asesinar y dañar la imagen del país como pocos lo han hecho.

Al mismo tiempo, humildes e ignorantes hombres y mujeres purgan condenas más largas por haber intentado transportar pequeñas cantidades de estupefacientes, con la falsa ilusión de paliar temporalmente sus dificultades económicas con el dinero que los traficantes mayoristas les iban a pagar. Y en muchos casos fueron los mismos dueños de las drogas quienes los denunciaron, para que las autoridades se entretuvieran con ellos mientras grandes cargamentos salían de Colombia y llegaban a sus destinos sin ningún control.

Esto hace recordar la táctica que han utilizado por décadas los ganaderos en las fronteras de Colombia con Venezuela y Brasil para atravesar con sus rebaños los ríos infestados de pirañas: hacer que una res vieja o enferma entrara al agua, para que los voraces peces la devoraran mientras el resto del ganado atravesaba el río.

Otro caso intolerable es el del ex ministro Carlos Arturo Marulanda, en cuyo caso se dio rienda suelta a la justicia espectáculo, acusándolo de varios delitos: ser el autor intelectual de los asesinatos de más de veinte colonos que habían invadido una de sus haciendas en el Cesar, ordenar la destrucción de los ranchos que estos habían construido, malversar fondos oficiales mientras fue embajador en Bruselas, patrocinar la conformación de grupos paramilitares y huir de la justicia colombiana.

Luego se le pidió a la Interpol que lo capturara; estuvo preso en una cárcel de España, se tramitó su deportación, lo trajeron al país con escolta policial española, y después de pasar apenas quince días detenido en Bogotá lo dejaron en libertad, pues la Fiscalía sólo contaba con pruebas para condenarlo por el incendio de los ranchos de los invasores de sus tierras, y en Colombia éste es un delito excarcelable. Un ridículo peor no se pudo haber hecho.

Por casos como estos es que la justicia colombiana, más que dar penas, da vergüenzas. Ya es hora de que los tres poderes públicos —el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial— se pongan a trabajar con seriedad para hacer las leyes que el país realmente necesita y, mejor aun, para hacerlas cumplir. Es la única manera de conseguir que nuestra justicia, a pesar de su cojera, llegue algún día a la luz que debe estar al final de este oscuro túnel.

 
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