en la calidad, la equidad y la actualidad
de sus normas, pero también en la
interpretación y la aplicación
adecuadas de las mismas.
Tanto en un aspecto como en el otro la
justicia colombiana está mucho más
coja que la de cualquier país medianamente
organizado. A lo largo de nuestra historia
los legisladores han distorsionado con mucha
frecuencia el pensamiento de Francisco de
Paula Santander, "El Hombre de las
Leyes", héroe de la independencia,
quien dejó para la posteridad una
máxima que ha marcado nuestra vida
republicana: "Colombianos: las armas
os dieron la independencia, las leyes os
darán la libertad".
Colombia es un país de leyes, pero
más por su abundancia que por su
operancia. Tanto la Constitución
Nacional en las diferentes versiones
que ha tenido a lo largo de dos siglos,
como las leyes que debían desarrollarla,
han sido siempre documentos excesivamente
extensos, en los cuales se ha pretendido
abarcar toda la casuística posible,
pero que en muchos casos han sido concebidas
sin consultar las realidades y necesidades
nacionales.
Debido a un absurdo esnobismo intelectual
y legal, los legisladores colombianos han
diseñado y dictado normas más
propias de sociedades tan avanzadas como
las escandinavas que de nuestra pobre y
atrasada sociedad. Un comentario que sale
a flote con frecuencia, cuando de la justicia
colombiana se trata, es aquel que dice que
"parece diseñada para Dinamarca
por congresistas que viven en Cundinamarca".
En asuntos legales tan delicados para nuestra
violenta y anárquica sociedad como
son los códigos penales, se ha legislado
sin asumir la necesaria responsabilidad
sobre el futuro de la nación, y se
han vendido los intereses superiores de
la inmensa mayoría de los colombianos
a los intereses particulares de peligrosos
delincuentes organizados en mafias de narcotraficantes
y corruptos, o a los intereses de agrupaciones
supuestamente político-militares
como las guerrillas.
Es por esto que se dan casos aberrantes
como el de un reconocido, señalado,
juzgado, confeso y condenado narcotraficante
no supuesto, como dicen los medios
de comunicación, Gilberto Rodríguez
Orejuela, fundador y jefe de una de las
más dañinas organizaciones
criminales que recuerde la historia moderna
en Colombia, quien ha quedado libre después
de pasar poco más de siete años
en las cárceles colombianas, pagando
en cómodas celdas la deuda que él
mismo contrajo con la sociedad, al traficar,
corromper, asesinar y dañar la imagen
del país como pocos lo han hecho.
Al mismo tiempo, humildes e ignorantes
hombres y mujeres purgan condenas más
largas por haber intentado transportar pequeñas
cantidades de estupefacientes, con la falsa
ilusión de paliar temporalmente sus
dificultades económicas con el dinero
que los traficantes mayoristas les iban
a pagar. Y en muchos casos fueron los mismos
dueños de las drogas quienes los
denunciaron, para que las autoridades se
entretuvieran con ellos mientras grandes
cargamentos salían de Colombia y
llegaban a sus destinos sin ningún
control.
Esto hace recordar la táctica que
han utilizado por décadas los ganaderos
en las fronteras de Colombia con Venezuela
y Brasil para atravesar con sus rebaños
los ríos infestados de pirañas:
hacer que una res vieja o enferma entrara
al agua, para que los voraces peces la devoraran
mientras el resto del ganado atravesaba
el río.
Otro caso intolerable es el del ex ministro
Carlos Arturo Marulanda, en cuyo caso se
dio rienda suelta a la justicia espectáculo,
acusándolo de varios delitos: ser
el autor intelectual de los asesinatos de
más de veinte colonos que habían
invadido una de sus haciendas en el Cesar,
ordenar la destrucción de los ranchos
que estos habían construido, malversar
fondos oficiales mientras fue embajador
en Bruselas, patrocinar la conformación
de grupos paramilitares y huir de la justicia
colombiana.
Luego se le pidió a la Interpol
que lo capturara; estuvo preso en una cárcel
de España, se tramitó su deportación,
lo trajeron al país con escolta policial
española, y después de pasar
apenas quince días detenido en Bogotá
lo dejaron en libertad, pues la Fiscalía
sólo contaba con pruebas para condenarlo
por el incendio de los ranchos de los invasores
de sus tierras, y en Colombia éste
es un delito excarcelable. Un ridículo
peor no se pudo haber hecho.
Por casos como estos es que la justicia
colombiana, más que dar penas, da
vergüenzas. Ya es hora de que los tres
poderes públicos el Ejecutivo,
el Legislativo y el Judicial se pongan
a trabajar con seriedad para hacer las leyes
que el país realmente necesita y,
mejor aun, para hacerlas cumplir. Es la
única manera de conseguir que nuestra
justicia, a pesar de su cojera, llegue algún
día a la luz que debe estar al final
de este oscuro túnel.
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