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Principal > Columnas > Edición del 31 de mayo a 6 de junio de 2004

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En sus primeros cuarenta años, ¿qué celebrarán las FARC?

Por Jaime Eduardo Prieto Osorio.

En los cuarenta años de existencia de las FARC los colombianos hemos visto caer a miles de soldados, policías y civiles bajo sus balas asesinas. No existe ningún argumento válido para justificar la longevidad de esa organización terrorista.
 


'Tirofijo'/Milicianos de las FARC

El pasado 27 de mayo se cumplieron cuarenta años del surgimiento de las autodenominadas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) —a la vez autoerigidas en Ejército del Pueblo (EP)—, y la inmensa mayoría de los colombianos, a quienes jamás se nos ocurriría buscar la paz, la equidad y la justicia social por medio de las armas, nos preguntamos qué pueden estar celebrando sus miembros.

A juzgar por el enfoque y el tono —casi apologéticos— de algunos informes publicados y transmitidos esta semana en medios de comunicación colombianos, podría pensarse que éste es un aniversario para conmemorar.

Infortunadamente, esos medios que argumentan razones de independencia periodística para no comprometerse con la realidad y el futuro de nuestro país, para no llamar a las cosas por su nombre y no ponerse del lado de la verdad, son los mismos que cada vez que los grupos armados ilegales asesinan a un periodista —lo cual, obviamente, es un acto cobarde y condenable sin apelación— exigen de los demás sectores de la sociedad una solidaridad que ellos no le brindan a la población civil, la principal víctima de esas organizaciones terroristas.

Se requiere valor para emular, por ejemplo, la actitud de los periodistas españoles que todo el tiempo señalan a ETA como lo que es, una banda terrorista, y a sus miembros como asesinos. Y pensar que la cantidad de hechos criminales protagonizados por ETA es mínima en comparación con el total de atrocidades cometidas por la guerrilla de las FARC, y que sus efectos son mucho menos devastadores.

Éste no es un aniversario para celebrar. Las generaciones de colombianos que hemos visto caer a miles de soldados, policías y civiles bajo las balas asesinas de las FARC ya no encontramos argumentos válidos para justificar la longevidad de esa organización terrorista. Todos los intentos de encontrar explicaciones apuntan a las falsas ideologías proclamadas por la guerrilla, a su codicia de poder y dinero, y a su inmensa capacidad de generar violencia y destrucción para conseguir sus oscuros fines.

Pero el hecho de que las FARC hayan durado cuarenta años es también consecuencia de la corrupción de la clase dirigente, que durante todo este tiempo —como lo hizo a lo largo de nuestra historia— se ha dedicado a saquear y repartirse las arcas del Estado, en lugar de buscar el mejoramiento de las condiciones de vida de los ciudadanos; de las carencias en salud, educación, servicios públicos y oportunidades de trabajo que afectan a la mayoría de los colombianos; de la total pérdida de principios y valores que hizo de Colombia un paraíso para la obtención de dinero fácil y rápido; de la inoperancia de las autoridades y la ineficacia de las fuerzas del Estado; y de la indolencia, la desunión y la falta de solidaridad de todo un país que se acostumbró a enterrar a sus muertos y a pagar secuestros y extorsiones.

No se podría esperar un mejor destino en un país cuyo único motivo de unión es la actuación de la selección nacional de fútbol, y cuyo único objetivo común es la clasificación a un campeonato mundial; un país donde buena parte de la población vive más pendiente de sus fiestas que del estudio y el trabajo, y en el cual la mayoría de los ciudadanos sólo participa en las grandes decisiones si alguien entrega dinero o licor a cambio de votos.

Pero los "comandantes" de las FARC no tienen derecho a celebrar, y mucho menos a cantar victoria. Han sido cuarenta años de permanente desgaste ideológico, en los cuales las doctrinas que hablaban de lucha por alcanzar la igualdad y la justicia social fueron sustituidas por la violencia indiscriminada en campos y ciudades, la destrucción de pueblos e infraestructura, masacres y asesinatos selectivos, desplazamiento de comunidades enteras, secuestro, extorsión, narcotráfico y terrorismo.

Tampoco pueden enorgullecerse de ser una supuesta organización revolucionaria —con supuesta justificación política— sin tener capacidad autocrítica alguna, y pretender enarbolar las banderas de una causa justa sin un sustento conceptual y ético. Y, lo que es peor, sin el más mínimo apoyo popular, pues hace muchos años que las FARC perdieron el rumbo que les fijaron sus inspiradores y creadores, y dejaron de estar en sintonía con los intereses y necesidades de las comunidades marginadas en las cuales no se hacía presente el Estado.

Menos motivos de celebración tienen los miles de guerrilleros que conforman los frentes de esa organización, entre los cuales abundan niños y niñas, quienes sufren constantemente la discriminación por parte de sus líderes —los mismos que justifican su "lucha" en la búsqueda de la igualdad—. Son reclutados a la fuerza o con engaños y terminan sometidos a una vida de privaciones y sacrificios que incluyen el de la propia vida. Mientras tanto, los "comandantes" se enriquecen a su costa y la de miles de colombianos, y se apoderan de tierras y ganados en amplias zonas del territorio nacional.

Las FARC son actualmente la organización más odiada y despreciada en Colombia, y tan dudoso honor se lo ganaron solas a lo largo de estos cuarenta años, pero a pesar de eso lo más probable es que no hagan nada por mejorar la percepción que tiene de ellas la inmensa mayoría de los colombianos. Durante los años recientes enfilaron todas sus baterías propagandísticas a la conquista de espacios en el exterior, especialmente en Europa, al tiempo que disparaban sus armas contra el pueblo por el que decían luchar.

Pero la comunidad internacional empezó a entender —aunque tardía y lentamente— la realidad colombiana, y hoy las FARC aparecen por consenso casi general en las principales listas de organizaciones terroristas del mundo, como una de las más violentas y que con mayores frecuencia y atrocidad violan las normas del Derecho Internacional Humanitario. Tan sólo les quedan el respaldo y la protección de aquellas ONG que todavía las consideran un grupo de "idealistas-guerreros-luchadores por la libertad", o como los llama la despistada Amnistía Internacional en sus informes sobre Colombia, "grupos armados de oposición".

Están metidas de pies y manos en los peores negocios criminales que existen: el secuestro, la extorsión y el narcotráfico. Han hecho todo lo posible por demostrar que no están interesadas en llevar a cabo un proceso de paz, no sólo con el Gobierno sino con el país al que han ayudado a destruir; y mucho menos a reincorporarse a la vida civil, pues eso implicaría la renuncia a su inmenso poder de intimidación y destrucción y la entrega de la gallina de los huevos de oro.

Se calcula que los ingresos mínimos diarios de las FARC por concepto de narcotráfico, secuestro y extorsión son cercanos a los dos millones de dólares. Y nadie en sus cabales debería estar dispuesto a creer que una empresa del crimen como esta organización terrorista fuera a entrar en liquidación cuando está generando semejantes utilidades, sin pagar impuestos y con recursos humanos desechables a los cuales no les paga salarios ni prestaciones sociales.

Ante esta realidad, si los jefes guerrilleros están celebrando por estos días los cuarenta años de la aparición de las FARC, uno se puede imaginar dos tipos de celebraciones: la de aquellos que alguna vez tuvieron motivaciones políticas, quienes deben estar en medio de un baile de autistas, y la de una mayoría de los actuales "comandantes", quienes, rodeados de sus amantes y guardaespaldas, y amenizados por mariachis y música norteña, estarán brindando con whisky por la prosperidad de sus negocios, como lo haría cualquier grupo de mafiosos que se respete.

La última vez que las FARC se involucraron en un proceso de negociaciones de paz, durante la administración de Andrés Pastrana, lo único que hicieron fue engañar al gobierno y al país, y utilizar la zona de distensión para el alojamiento de secuestrados y la producción y distribución de drogas. Pero Colombia ya no está dispuesta a permitir que la vuelvan a asaltar en su buena fe.

Es por eso que el gobierno del presidente Uribe y sus sucesores deberán seguir adelante en el diseño y la ejecución de nuevas y eficaces estrategias de seguridad, con total determinación, en defensa de la población civil y en cumplimiento de su deber de perseguir, capturar y someter a la justicia a todos los criminales. Sólo cuando las FARC sean diezmadas y acorraladas se comprometerán en un proceso de cese al fuego, desmovilización, desarme y reincorporación a la vida civil. Tal y como actualmente lo está haciendo el ELN.

Y si finalmente no lo hacen, deberán ser arrancados y arrasados de las tierras colombianas, como quitan la maleza de sus cultivos los campesinos a quienes tanto daño les han causado.

En ese momento seremos los colombianos de bien quienes tendremos derecho a celebrar la conquista de la paz.

 
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